Estados Unidos era un lugar muy convulsionado cuando el festival de Woodstock arrancó el 15 de agosto de 1969. En menos de un mes pasaron muchas cosas. El hombre llegó a la luna por primera vez, el delirio de Charles Manson se materializó en una serie de horrendos asesinatos en Los Ángeles y en los desiertos de Nevada los militares seguían haciendo pruebas nucleares. Esos eran los titulares cuando unos 500.000 jóvenes invadieron una granja al norte de Nueva York para acampar durante tres días en protesta contra la guerra de vietnam, abogando por el uso recreativo de las drogas, celebrando el amor libre y disfrutando a una serie de músicos que no podían creer lo que estaba ocurriendo. Era la generación Woodstock.
El camino al festival comenzó nueve meses antes. Una época complicada con los asesinatos de Martin Luther King Jr, Robert Kennedy y la represión del gobierno estadounidense en los campus universitarios. La guerra de vietnam entraba en su fase más dura con el ascenso de Richard Nixon al poder y la intervención militar norteamericana ya era un fracaso evidente con la ofensiva del Tet que dejó unos 14 mil soldados nortamericanos muertos. Ese era el mundo en que vivían Michael Lang y Artie Kornfeld cuando se conocieron a finales del año 1968 en la ciudad de Nueva York. Un par de jóvenes que no llegaban a los 25 años y que iban a encender la mecha del festival más recordado en la historia del rock.
Los dos eran muy diferentes. Michael Lang era un hippie cuyo éxito se había formado como dueño de una tienda de artículos de cannabis y tabaco en Coconut Grove, Miami. Un barrio que en los sesentas era un refugio para la contracultura de la zona. La tienda de Lang se hizo conocida por organizar conciertos, reuniones políticas y haber sido el foco de varias redadas policiales. Lang, que no tenía ninguna experiencia en la promoción de conciertos, se encargó de organizar el Miami Pop Festival. Un concierto que reunió a 25 mil personas que disfrutaron de artistas como Jimi Hendrix, Frank Zappa, Chuck Berry y Blue Cheer. Experiencia que terminó cuando el joven decidió volver a su ciudad natal: Nueva York.
Allí conoció a Artie Kornfeld. El vicepresidente más joven en la historia de Capitol Records. Kornfeld estaba metido de lleno en la industria discográfica, como músico de sesión, productor discográfico y ejecutivo. Sin embargo, cuando conoció a Lang quiso dejarlo todo. Ambos provenían de familias judías de clase media, de niños vivieron en el mismo barrio y ahora se pasaban horas hablando de música, sus diversos proyectos y de cómo sería una buenísima idea invertir en un estudio de grabación en la localidad de Woodstock, al norte de Nueva York.
Por aquellos días el pueblito era conocido como un refugio para artistas como The Band, Bob Dylan o Jimi Hendrix. Lang y Kornfeld vieron allí una oportunidad única para abrir un estudio para aquellos artistas que quieran escapar del ruido de la urbe neoyorquina. Sin embargo, ambos no tenían un peso en los bolsillos. Para solucionar eso se les ocurrió organizar un festival de varios días para cubrir los gastos. Sin embargo, sus salvadores económicos fueron Joel Rosenman y John Roberts, un par de jóvenes emprendedores que buscaban financiar nuevos proyectos. En aquellos días Roberts había heredado una fortuna de su familia dedicada a la industria farmacéutica.
Luego de un par de reuniones, el acuerdo estaba hecho. Roberts y Rosenman ayudarían a Lang y Kornfeld en la creación de su estudio a través del apoyo económico al incipiente festival que tenían en mente. Con plata en caja, en menos de un mes ya habían firmado con bandas como Creedence Clearwater Revival, The Band y Janis Joplin. El festival estaba en marcha.
La granja de Yasgur
El festival se realizó a más de 100 kilómetros de su lugar original. Diferencias con las autoridades locales de Woodstock llevaron a los organizadores a buscar un nuevo espacio. La primera opción fue el pueblito de Wallkil, a cuarenta kilómetros de Woodstock. Sin embargo, el temor de las autoridades locales a que una invasión de decenas de miles personas desate una locura colectiva en el pueblo, provocó el traslado del festival, peleas entre los promotores y rumores de que el evento se cancelaba. A esas alturas solo faltaban tres semanas para que comience.
Pero Michael Lang encontró rápidamente el lugar ideal: Bethel. Un desconocido pueblito al noreste de Wallkil. Una granja cuyo dueño era un viejo llamado Max Yasgur, el mayor productor lácteo de la zona. Lang estaba desesperado por un lugar y Yasgur temía que otro granjero se quedará con el alquiler. Ambos se pusieron de acuerdo de inmediato y cerraron el trato. Yasgur alquilaba su patio trasero por unos 50 mil dólares. En promedio, un monto cinco veces mayor a lo que cobraban los artistas que iban a presentarse en el festival.
Que Woodstock se haya realizado en medio de una granja no era una casualidad. Era más bien una proyección inconsciente del ideal hippie. Un movimiento que tenía más fuerza pregonando una nueva forma de vida colectiva fuera de las urbes, que como fuerza política. Los hippies no combatían contra el establishment de la época, más bien buscaban su propia sostenibilidad como colectivo en comunidades rurales a base de la experimentación lisérgica. Una alternativa que miles de jóvenes de clase media lo tomaron como válida a finales de los sesentas.
El festival esperaba unas 50 mil personas. Nunca se había realizado algo similar al aire libre. Hasta la fecha la mayor concurrencia de público a un concierto lo tenían los Beatles cuando tocaron cuatro años antes en el Shea Stadium frente a la misma cantidad de personas. Sin embargo, para el viernes 15 de agosto el pueblito de Bethel comenzaba a colapsar. Aquel día llegaron hasta la granja de Max Yasgur más de 200 mil jóvenes.
La invasión humana a Bethel desató la alarma en la comunidad local. El perímetro del festival solo estaba asegurado con un par de cercas de alambres que fueron superadas con facilidad por los grupos de personas. La incapacidad de la organización de gestionar el cobro de las entradas y la de imprimir más boletos llevó a los organizadores a declarar al festival como un evento gratuito. A horas de su inicio, el fracaso económico del festival era inminente. Mientras, en las carreteras adyacentes, un millón de personas trataban de llegar a la fiesta más grande de la década.
Dia 1: El grito folk
Richie Havens ya sabía lo que Michael Lang le iba a proponer mientras se acercaba a él con una sonrisa: abrir el festival. Para aquellas horas todo era parte de una torpe improvisación que iba a durar hasta el domingo. El cantante afroamericano no quería ser el primero en subir al escenario, pero no tuvo otra opción. Los Sweewater, la banda que tenía que hacerlo, estaba atascada en el tráfico camino al festival. Havens tocó un set de tres horas y cada vez que se iba, desde la organización lo empujaban nuevamente al escenario para seguir tocando hasta que cerró con Freedom, un mantra frenético que presagiaba el espíritu del evento para los próximos días.
Para entonces Woodstock era caos y era calma. En los alrededores la gente abandonaba sus autos para llegar hasta la granja. Los comercios de la comunidad de Bethel estaban colapsados. Las autoridades locales observaban una hilera infinita de miles personas que caminaban como hormigas por las calles de la ciudad. El Gobernador de Nueva York, Nelson Rockefeller, amenazó con enviar a 10 mil policías de la guardia nacional para mantener el orden. Sin embargo, John Roberts convenció a Rockefeller de evitar una posible confrontación mientras en los parlantes del festival advertían a los visitantes de que no tomaran un ácido marrón de dudosa procedencia que corría en la multitud.
El primer día del festival tenía previsto un set acústico de Jimi Hendrix, sin embargo, el guitarrista nunca apareció. En cambio, pasaron artistas como Bert Sommer y Tim Hardin, quién se negó a subir en su horario previsto luego de haber tomado una dosis de LSD por error. En esos vacíos, la organización trataba de mantener activo al público con actividades como un taller de yoga improvisado mientras un colectivo hippie llamado Hog Farm, levantaba un campamento con comida, asistencia médica, cuidado de niños y lo más importante: ayudar a todos aquellas personas que se metieron en un mal viaje.
El día uno paso entre el miedo a que todo el escenario se desplome mientras Ravi Shankar se zarpaba con su sitar bajo la lluvia, a la protesta social con Joan Baez embarazada de seis meses y con su marido en la cárcel por negarse a ir al cuartel. Bajo los pies de medio millón de personas la tierra se transformaba en barro y la verdadera fiesta estaba a punto de comenzar.
Dia 2: Sin dinero no tocamos
Para Michael Lang iba todo viento en popa hasta que fue acorralado detrás de los escenarios. Los mánager de los Grateful Dead y de los Who exigían al organizador el pago que les había prometido por sus presentaciones. Ninguna de las dos bandas iba a subir al escenario si cobrar antes. Lang les prometió realizar el dinero para el lunes, ya que los bancos estaban cerrados en ese momento. Sin embargo, ninguno aceptó esa propuesta. Al joven organizador, que buscaba evitar cualquier conflicto, no le quedó otra que mandar un helicóptero hasta Nueva York para traer el efectivo y hacer que la fiesta continué.
Para el segundo día más personas había llegado hasta la granja de Yasgur y el terreno era un campo de batalla. La seguridad y la higiene de las 500 mil personas dependía exclusivamente de ellas mismas. La comunidad de Bethel realizó una campaña de donaciones y envío comida al festival. Los organizadores acordaron con la policía local un pago extra para que provean de seguridad a las personas que asistían al evento. Todo esto mientras una desconocida banda esta a punto de subir al escenario.
Nadie conocía al grupo. Habían llegado a Woodstock luego de que Lang haya sido presionado por Bill Graham -mánager de la banda y el promotor de conciertos más importante de la contracultura- para contratarlos. Santana cobró solo 1500 dólares y estaban destinado a ser una atracción de relleno. Sin embargo, se convirtieron en uno de los números más famosos del festival. La banda emergió con una poderosa fusión de ritmos latinos que llegó a su éxtasis con Soul Sacrifice y la tremenda improvisación jazzística de Santana, Greg Rollie en teclados y la batería de Mike Shrieve.
La noche del sábado fue uno de los momentos más álgidos del festival. De la presentación de los Grateful Dead, pasadísimos de drogas y cuyo guitarrista Bob Weir casi muere electrocutado bajo una lluvia, pasando por la presentación de los Creedence Clearwater Revival mientras la mayoría del publico estaba durmiendo, hasta el chispazo funk y soul de Sly and The Family Stone. Woodstock iba a mitad de camino.
The Who se presentó con Tommy, la ópera rock que habían lanzando ese año. La banda británica se había negado a participar del festival en un principio, sin embargo, estaban ahí a punto de mandarse un set de más de dos horas. The Who no tenía nada que ver con el espíritu idealista de comunión del festival. Un sentimiento que se evidenció cuando Abbie Hoffman, líder del Partido Yippie, irrumpió en el escenario antes de que la banda toqué Pinball Wizard. Hoffman saltó para protestar contra el evento y contarles a todos que John Sinclair, líder del movimiento White Panther estaba en la cárcel por haber caído en una redada policial por dos cigarrillos de marihuana. El activista no terminó de hablar cuando Townshend lo derribó violentamente del escenario con su guitarra. El público solo se echó a reir y nadie supo más nada de Hoffman durante el resto del festival.
El hecho no paso desapercibido y dejaba en claro las diferentes posiciones de la contracultura. Los Yippies eran la versión radicalizada y belicosa de los hippies. Urbanos, teatrales y antiautoritarios, se enfrentaban a las autoridades en las calles y en las universidades. Formaban parte de la Nueva Izquierda, esa variante marxista que tenía como referentes a teóricos como Herbert Marcuse, Marshal Mcluhan o Noam Chomsky. Para ellos la fuerza política ya no estaba en los obreros o los sindicatos, sino en las minorías y los movimientos sociales con una fuerte base académica. Era la hora en que la burguesía se apropiaba de la izquierda.
Cuando los Who terminaron de tocar estaba amaneciendo y era el turno de los Jefferson Airplane. La dulce voz de una dormida Grace Slick era un bálsamo mañanero de la noche anterior y un dulce presagio para el día final.
Dia 3: Locura en el barro
La mañana del domingo sorprendió a Michael Lang y a Artie Kornfeld con la visita de Max Yasgur. Los jóvenes pensaban que algo andaba mal con el granjero, sin embargo, cuando Yasgur les devolvió una sonrisa pudieron respirar tranquilos. Invitaron a Max al escenario y el dueño de la granja agradeció la presencia de las quinientas mil personas que tenía en frente. Max Yasgur fue el adulto responsable en aquella fiesta. No solo alquiló su tierra, sino que también proveyó gratuitamente de agua, leche, queso y pan a la multitud. Su hija, una estudiante de enfermería, brindó asistencia al público, mientras que su hijo Sam, se dedicó a organizar el tráfico en la zona. Luego de Woodstock Yasgur iba a ser rechazado en su comunidad por haber apoyado al festival.
Sin embargo, nunca se arrepintió de esa decisión hasta su muerte cuatro años después.
El tercer día arrancó a las dos de la tarde con otro desconocido artista: Joe Cocker. Acompañado por su banda de apoyo, la Grease Band, Cocker apareció con una remera de colores, un pelo desaliñado y una voz que parecía haberse añejado en interminables noches de bourbon. Cocker era el alma de un negro en el cuerpo de un chico británico del norte. Se encargó de poner a los Beatles en el festival a través de una larga y potente versión de With a Little Help From my Friends. Esa tonta canción en la voz de Ringo que, en el talento de Cocker, se transformó en uno de los himnos más importantes del festival.
Cuando el británico dejó el escenario, el cielo se oscureció y el mundo se vino abajo.
Los fuertes vientos y la lluvia torrencial obligaron a los organizadores a cortar la energía eléctrica y detener momentáneamente el evento. Era una lluvia de verano que cayó sobre todos. Muchos aprovecharon para jugar en el barro, otros para tirarse a una laguna cercana y darse un chapuzón, mientras la siguiente banda, Country Joe and The Fish, decidió presentarse igual sin micrófonos, amplificadores e instrumentos eléctricos. La banda saltó con un par de ukeleles e instrumentos de percusión. La idea fue imitada por el público, que comenzó a armar un barullo con lo primero que tenían a mano.
Cuando los británicos de Ten Years Afters llegaron, se cruzaron con Pete Townshend. El único consejo del guitarrista de los Who para sus colegas fue la de no beber ni comer nada que se les invite. A esas alturas todo estaba adulterado con dosis de LSD. Nueve de cada diez asistentes al evento, admitieron drogarse durante ese fin de semana. El festival debí terminar esa noche de domingo, pero los contratiempos presagiaban que iba a durar más de la cuenta. Esa fecha estuvo cargada de mucho blues con las guitarras de Alvin Lee, Johnny Winter y la Paul Butterfield Blues Band.
Pero la gran sorpresa de la fecha fue la Crosby, Stills and Nash. Este trío que se transformó en cuarteto con la adición de Neil Young a sus filas,y quién evitó ser filmado por el equipo que se encargaba del documental. Aquella fue la segunda vez que se presentaban en vivo y los nervios del trío estaban de puntas. Pero con sus guitarras y sus dulces armonías vocales, la CSN se metió al público en el bolsillo con canciones como Suite Judy Blues, Marrakesh Express y una encantadora versión de Blackbird de los Beatles. El supergrupo fue la última apuesta folk del festival. A la mañana siguiente sonarían bombas en Bethel.
Jimi Hendrix cerró Woodstock un lunes de mañana. Del medio millón de personas solo se habían quedado unas cuarenta mil personas, el resto había retornado a sus hogares. Hendrix saltó al escenario con una vincha fucsia, unos pantalones azules y su Stratocaster blanca. Presentaba a su nueva banda, la Gypsy Sun and Rainbow y era definitivamente el artista más importante del festival. Esa mañana Hendrix tocó el set más largo de su carrera y dejó uno de los momentos claves de la década.
Su presencia siempre estuvo en duda. Las peleas entre el mánager del artista y los organizadores fueron duras. El espíritu comunitario del festival se contraponía con la imagen estelar de Hendrix, cuyo mánager exigió que, en las publicidades del festival, el guitarrista aparezca como cabeza de cartel y el artista más importante del evento. El caché de Hendrix en aquellos días era de unos 100 mil dólares. Al final tocó en Woodstock por 30 mil con la promesa de realizar un set acústico que nunca llegó a suceder. Sin embargo, la presencia de Hendrix fue el momento más recordado del evento.
La improvisación del himno nacional estadounidense fue una declaración de principios. Nadie se esperaba aquello. Fue la sátira del sentimiento patriota y el falso nacionalismo del gobierno republicano de Richard Nixon. El himno yanki se transformó en la guitarra de Hendrix en una expresión del horror, más aún cuando el guitarrista comenzó a imitar sonidos de bombas con el feedback de su instrumento. Ese acto político llegó en un momento preciso. Durante esos días, en las junglas de Vietnam estaban perdidos 500 mil jóvenes estadounidenses. La misma cantidad de jóvenes que llegaron hasta Bethel buscando una respuesta en una sociedad que no tenía nada para ellos.
Cuando Hendrix terminó de tocar el clásico Hey Joe, el festival llegó a su fin. Eran un poco más de las diez de la mañana del lunes 18 de agosto. Lo que había comenzado como una alternativa para la apertura de estudio de grabación, se había convertido en la expresión contracultural más importante de la década. Un fracaso económico que llevó a sus organizadores a una disputa legal en donde Lang y Kornfeld se quedaron si nada. En la granja de Yasgur solo quedaron basuras y el inicio de un mito.
Para algunos, el festival fue el escapismo de unos jóvenes de clase media que podían disfrutar de sus privilegios sin ningún problema. Para otros, un manifiesto sociocultural de una era traumática que proyectaba en lo colectivo una alternativa de cambio. Quizás Woodstock fueron las dos cosas, o quizás ninguna. Qué más da, ¿no?. Siempre que exista una granja como la de Max Yasgur en la que cualquier chico pueda refugiarse de este mundo por un instante, todo está bien.
Fuentes:
– The Road to Woodstock – Michael Lang (2009)
– Taking Woodstock: A True Story of a Riot, a Concert and a Life – Elliot Tiber (2007)
– Woodstock: Tres días de paz y música – Documental. Dirigido por Michael Wadleigh (1969)